En Almería, junto a la playa de Retamar, existía una antigua atalaya de origen árabe que, desde la incorporación de Almería al Reino de Castilla, recibe el nombre de ‘Torre García’ y empieza a utilizarse con fines de vigilancia costera.
Los pescadores almerienses partían de este lugar para la pesca del atún. Era cosa habitual que éstos fuesen acompañados por un fraile trinitario o un sacerdote secular, al que llamaban capellán de barcas, para que les ayudara con sus rezos a no toparse con los piratas berberiscos y a salir con bien de las espantosas tormentas de la alta mar.
En dicha playa y en dicha torre es donde se va a desarrollar la historia que voy a referiros en esta ocasión.
Cuenta la tradición que, al alba del 21 de diciembre de 1502, los guardas de la torre García, mientras hacían su turno de vigilancia de la costa, vieron surgir de las aguas un torbellino de luces que ascendía del fondo del mar y cuyos destellos parecían dar cobijo a una extraña silueta igualmente resplandeciente. Según dijeron luego, la aparición de aquella figura iba acompañada de una extraña luminaria y de otras señales misteriosas y extraordinarias. Desde lo superior de la torre, los vigías percibieron cómo la misteriosa imagen iba acercándose despaciosamente a la playa rozando las olas del mar, sin vaivenes ni paradas, como viajero consciente de que encamina sus pasos a un lugar ya determinado. La imagen refulgente rebasó la línea que lamían las aguas, penetró unos cuantos pasos playa adentro y se quedó fija sobre la arena.
Uno de los guardas, que respondía al nombre de Andrés de Jaén, se sintió atraído por el maravilloso resplandor y determinó bajar de la atalaya y acercarse a ver qué era. Un tanto temeroso, fue aproximándose aquel buen hombre al lugar de donde procedían los fulgores. Su fe cristiana ya había suscitado en él el presentimiento de que se trataba de algo piadoso y sobrenatural. Y, con el ánimo sobrecogido por esta idea, se acercó al foco luminoso y pudo constatar que se trataba de una imagen de la Virgen María, la cual llevaba en sus brazos la de su divino Hijo.
El sorprendido vigilante examinó detenidamente la talla y halló en ella evidentes señales de haber pertenecido a algún navío, cosa que corroboró al descubrir que tenía una fuerte argolla de hierro en la parte posterior. Este aro de hierro ya oxidado le hizo pensar que podía haber estado sujeta en el altar o a la proa de alguna embarcación como muestra de devoción y piedad, para alcanzar, por intercesión de la Virgen, la protección divina en la cotidiana lucha de los marineros contra las borrascas y los peligros del mar.
No paró en esto lo sorprendente del caso. En el mismo sitio en donde la sacra imagen se había posado, en aquel sitio yermo por su salinidad y próximo a las aguas marinas, empezaron a brotar espontáneamente unas cuantas matas de lozanas y fragantes azucenas hasta formar una suerte de pequeño oasis en aquella arena.
Desde entonces al día de hoy, muchas son las versiones que se han dado para la explicación de aquel extraño suceso. La opinión que más adeptos ha ganado es la que afirma que aquella sagrada imagen llegó hasta la orilla a causa de que la embarcación en que iba bien pudo ser batida por una tempestad o por cualquier otro tipo de accidente marítimo, que destrozó el navío mientras la imagen quedó flotando sobre las olas.
Cuenta la tradición que Andrés estaba tan exaltado con el hallazgo que no sabía qué hacer. Por un lado, quería que lo supiera toda la ciudad para que vieran a su Virgen, pero, por otro, no era capaz de dejar abandonada a la imagen en aquel lugar solitario. Los piratas podrían desembarcar y llevársela. Pensando una salida a su dilema, cayó en la cuenta de que podría cogerla en brazos y esconderla en lo alto de la torre, cosa que fue bien vista por sus compañeros de vigilancia.
Al día siguiente, el vigía fue al convento de Santo Domingo a contarle lo sucedido la noche anterior al prior, fray Juan de Baena. El monje, buen conocedor del carácter jocoso del que decía haber hallado una imagen de la Señora, no le creyó ni una sola palabra; sin embargo, ordenó al maestre Hernando Carpintero que se desplazase a la torre García, acompañado de dos mozos armados con sendas lanzas, a comprobar lo que pudiese haber de cierto en el relato del vigilante.
Así pues, aquellos cinco hombres emprendieron el viaje hacia la torre. Cuando llegaron, Andrés de Jaén y Hernando Carpintero subieron por su empinada escalinata de caracol hasta lo alto, cogieron la imagen y, asomándola por una de las ventanas de la atalaya, se la mostraron a los demás.
Al ver asomar la talla aquellos desconfiados, se quedaron boquiabiertos debido al grandísimo gozo que espiritualmente recibieron. Éstos se quitaron sus capas y, con las manos juntas y las rodillas hincadas en la tierra, la adoraron con reverencia y devoción.
Tras este acto de fe, decidieron que ése no era el lugar en que merecía estar la imagen de la Madre de Dios, y pensaron que debían trasladarla al convento, para luego depositarla en la iglesia de Santo Domingo y allí rendirle culto de veneración. Puestos de acuerdo, la descendieron de la torre y se dispuso el traslado cubriéndole el rostro a la Madre y al Niño con un paño de lino y la talla en su conjunto, con la capa de uno de los mozos.
Al llegar a la capilla del monasterio, la dispusieron en la capilla del altar mayor, donde todos los ciudadanos pudieran verla y honrarla. Por centenares se contaban las personas que acudían diariamente a venerar aquella imagen hallada en un lugar tan inesperado y en medio de tan raras circunstancias. Unos años más tarde, en 1520, se constituyó una hermandad que tendría a su cuidado todo lo relacionado con la veneración de la imagen.
Cuando la noticia del maravilloso hallazgo de aquella imagen de la Virgen llegó al arzobispado de Granada, el cabildo puso en marcha su influencia para su traslado a la sede arzobispal. Pero esta decisión no fue del agrado de los almerienses, quienes manifestaron fehacientemente al nuncio granadino su voluntad de que la imagen debía permanecer a cualquier costa donde había aparecido.
Por fin, después de muchos escritos en uno y otro sentido, el arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera, dictamina que la sagrada imagen de María fuese encomendada al cuidado de los dominicos almerienses bajo la advocación de «Virgen del Mar».
A partir de ese momento, el entusiasmo y el fervor de los almerienses por su Virgen del Mar fue creciendo de manera insospechada. Este clamor popular fue motivo de muchas y reiteradas peticiones ciudadanas en favor de su patronazgo de Almería. Por fin, el papa Pío VII la proclamó Patrona de Almería por bula pontificia de 20 de mayo de 1806. Su coronación canónica tuvo lugar en 1951.
Desde esos momentos anteriores al día de hoy, la Virgen del Mar ostenta el título de Patrona de Almería y es una talla policromada, datada del siglo XII, con el rostro moreno, portando al Niño Jesús en su brazo derecho. La imagen se halla alojada en la iglesia basilical de la Virgen del Mar, ubicada en la capital.
La Basílica de Nuestra Señora del Mar de Almería se encuentra situada en la plaza Virgen del Mar. Su construcción se inició durante el siglo XVI sobre los restos de una antigua mezquita, y en su arquitectura se combinan los estilos gótico y renacentista. En su interior se guarda la imagen de la Virgen del Mar, patrona de Almería. Terminada la Guerra Civil (1936-1939), hubo de ser restaurada en algunos puntos de su estructura, dañados por la incomprensión humana. Su claustro es sede en la actualidad de la Escuela de Artes y Oficios. Ha sido declarada Monumento Histórico Artístico Nacional.
Como hecho curioso cabe añadir que la playa donde se hallaba la antigua torre García (hoy desaparecida) y donde tuvo lugar el milagroso hallazgo es conocida en la actualidad como playa de Torregarcía (o de la Torre García) y está situada en el límite del Parque Natural del Cabo Gata-Níjar. En sus arenas se levanta el santuario de Torre García, una ermita moderna construida en el lugar en que se hallaba la antigua torre García, cuya construcción se debe al arquitecto Guillermo Langle Rubio.
* Un relato de José Antonio Molero