El Pirata Barbanegra

Hasta los feroces tiburones se lo pensaban antes de nadar detrás de su popa, y si alguno lo hacía era porque se aseguraba la pitanza, porque el capitán Barbanegra no solía tardar mucho en arrojar a algún pobre desgraciado por la borda.

Administrar disciplina a medio centenar de caballeros que estaban a un paso de la barbarie, que habían decidido no reconocer las leyes de Dios y que le cortarían la mano derecha a su abuela para birlarle una sortija de quincalla, más que mano izquierda, requería las dos empuñando algo que corte, y que corte a la primera, y no consensos ni empatía ni esgrima dialéctica, sino esgrima de la de siempre y un ojo en la nuca. O mejor dos. Por la cubierta de los barcos piratas no se paseaban los corsarios de Espronceda con su ley de la fuerza y el viento y su Dios de libertad sino los despojos de la armada real, los que no recordaban dónde estaba su patria y los que sabían perfectamente que su futuro inmediato era un cadalso en el puerto, así que la única manera razonable de mantenerlos en cintura era el miedo. Si los emperadores romanos gobernaron al popular dándole pan y circo, Barbanegra comprendió que a los suyos había que administrarles pólvora para que no rebasasen la raya y ron para que no criasen extravagantes ideas de independencia. El jefe del tipo «quiero que me veáis como un compañero» puede quedar pasable en las oficinas de ahora, con su maquinita de café y lo bien que lo pasamos en la despedida del contable, pero en los navíos raqueros del siglo XVII el capitán tenía que ser medio perro y medio demonio o bien irse a remar a un estanque.

En una ocasión, Barbanegra le pegó un tiro en la rodilla a su piloto Israel Hands sin mediar disputa y le dejó cojitranco para los restos. La razón que le condujo a hacerlo era brutal pero de acuerdo a su particular lógica: explicó que si no mataba a alguien de vez en cuando corría el riesgo de que se olvidasen de quién era. Otras veces se encerraba con varios de sus hombres en la bodega con las escotillas clausuradas y quemaba baldes de azufre para comprobar quién era el último en salir pitando a cubierta al borde de la asfixia. Y otras lanzaba al aire un pistolón amartillado en una habitación a oscuras y dejaba a la buena de Satanás a quién, y en dónde, le tocaba recibir la bala. Podía ser a nadie y en ningún sitio, o a uno en la oreja y que se la remendase el barbero, o a otro en la cresta y que le acogiese el mar después de aprovechar sus botas y su bolsa de fumar. Con el ron mantenía a la dotación contenta y pendenciera, y se arrancaba a cantar canciones marineras y luego a dormirla, y cuando se acababa, el capitán Barbanegra se ponía nervioso y escribía en su bitácora: «Nuestra tripulación está sobria. ¡Qué maldita confusión! Unos canallas conspiran, otros quieren separarse», así que se procuraba otra carga de barriles abordando alguna balandra o robándolos en tierra y todo volvía por su fuero, a la cogorza, las cuchilladas por un desacuerdo y a no darle a la de pensar. Y si no encontraba ron le pegaba un tiro a alguien.

 

Sin cuartel

Barbanegra se llamaba Edward Teach, o Thatch, y nació en Bristol en 1675, aunque también se dice que era el hijo bastardo de un tal Drummond y que vino al mundo en Jamaica. Se inició en el mar durante la Guerra de Sucesión Española (1702-1713) sirviendo a bordo de navíos en corso ingleses en los que aprendió el abordaje con el cuchillo de rebanar entre los dientes, a jurar voluptuosamente y a no dejarse arrastrar por la piedad. Cuando Inglaterra se retiró de la pelea, a la Armada Real le sobraban 40.000 filibusteros que no tuvieron otro remedio que buscarse el porvenir en otros menesteres. Teach encontró el suyo embarcándose con el pirata Benjamin Hornigold, con el que aprendió el oficio del raquero y el arte de navegar. En 1716, en las Antillas, capturó una fragata negrera francesa que venía de Nantes, se llamaba ‘La Concorde’ y estiraba 33 metros de eslora por 7 de manga, tenía capacidad para 300 toneladas, tres palos y el bauprés, línea marinera y era rápida y dura a la vela aunque escasa de artillería. Teach la rebautizó como ‘Queen Anne’s Revenge’ (La venganza de la Reina Ana) y la armó con cuarenta cañones, con lo que la convirtió en la nave pirata más impresionante del mar, sólo comparable al ‘Adventure Galley’ del capitán Kidd, de 34 cañones, y al ‘Royal Fortune’, de Bartholomew Roberts, que armaba cincuenta y tres y en cuyo mástil colgó al gobernador de Martinica. Con la ‘Revenge’ bloqueó el puerto de Charleston y derrotó al ‘Scarborough’, un navío de guerra de la Armada Real que asomaba treinta cañones por sus escotillas, y como el mar extiende los rumores aderezados con salitre, la fama sanguinaria de Barbanegra se acabó explicandoen las ronerías de Nassau, de Jamaica y de las colonias de Carolina. Pero en realidad no fue más cruel que otros del gremio como Jean-David Nau, el Olonés, que descuartizaba a sus prisioneros y que acabó asado por los caníbales Kuna de Darién, o como el capitán Braziliano, que se comió a dos españoles porque le negaron unos cerdos. Sin embargo supo explotar con talento la importancia psicológica de sus tremebundas galas guerreras. Barbanegra levantaba casi los dos metros de altura y la barba que le distinguía le crecía hasta los ojos, era del color de la pez y se la enroscaba con cintas formando coletitas a la manera de las pelucas francesas de Ramillies, podía jurar durante sus dos buenas horas sin repetirse y mezclaba el ron con el agua bendita. Su blasón era un trapo negro 0con un demonio que sujetaba en una mano un reloj de arena y en la otra una lanza que clavaba un corazón sangrante y entraba en combate con un alfanje en cada mano y seis pistolas cebadas colgando de su tahalí, cuchillos a la faja y en bandolera un mosquete pesado que usaba como maza. Y se tocaba con un tricornio del que colgaban mechas de cañón prendidas con aceite de candil que hacían que a sus acometidas les precediese el humo del cáñamo quemado. El guardiamarina que le esperaba en cubierta, con el sable en la mano para contener el abordaje, al ver a aquel gigante que parecía salir del infierno, generalmente notaba cómo el músculo dejaba de responderle y le desobedecía el sumidero y, como encarar una pelea muerto de miedo es tan efectivo como llevarse un palo a un tiroteo, Barbanegra empezaba la lucha con la tarea medio rendida.

La soberanía incontestable de Barbanegra duró dos años escasos hasta que en 1718, frente a la isla de Ocracoke, libró su última batalla contra el teniente Maynard, que gobernaba una flotilla de balandras fletadas por el gobernador de Virginia. Superado por tres a uno en hombres y con menos cañones, en vez de rendirse le dijo al teniente: «Así se condene mi alma si os doy cuartel u os pido alguno», y murió peleando. Recibió doce cargas de pistola y cinco tajos de sable, dos de ellos en la nuca. El teniente Maynard le cortó la cabeza y la colgó del bauprés de su barco. La leyenda dice que su cuerpo decapitado, dado al mar, nadó tres veces alrededor de la nave antes de hundirse en el océano.


Autor: Juan Carlos López

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