El último farero

El mar rugía con fiereza sacudiendo violentamente las olas contra las negras rocas que la resaca dejaba inundadas de una espuma blanca y brillante. El faro se elevaba majestuoso sobre el promontorio como un vigilante que desde antiguo llevara a los barcos a buen puerto.

Sentado en su mecedora Matías, el farero, se mecía suavemente con su humeante pipa en la boca y la mirada fija en el mar, ese mar que había sido su única compañía durante años. Heredó la profesión de sus antepasados. Su padre fue el anterior farero y él sucedió a su abuelo. De niño le contaba que, desde tiempo inmemorial, se habían encargado de cuidar el viejo faro evitando que los barcos perdieran su rumbo y pudieran estrellarse contra la rocalla durante una noche oscura o en medio de alguna tormenta. Le contaba con orgullo que nunca había ocurrido ninguna desgracia de importancia y casi todos los barcos llegaron a buen puerto.

Sin embargo en los ojos del viejo farero había un cierto destello de tristeza, una oculta melancolía fiel reflejo del desasosiego que últimamente anegaba su corazón. Desde que recibió la noticia no podía dejar de pensar en qué iba a ser de su vida a partir de entonces. Tenía un gran recelo a las nuevas tecnologías que dentro de unos meses iban a controlar el mecanismo del faro haciendo ya innecesario su trabajo. Después de tantos años dedicado a una profesión tan gratificante, aunque dura, siguiendo el legado de sus antecesores no imaginaba cómo podría ser su vida a partir de ahora.

Desde muy joven pasaba las noches en vela procurando que el faro no se apagara para que los barcos de pescadores pudieran llegar sanos y salvos a buen puerto, o colaboraba en el auxilio de los supervivientes de algún naufragio.

Debido a las reformas que se iban a llevar a cabo en el faro, como ya había ocurrido con otros, sus superiores le comunicaron la decisión que había tomado el alto mando de conectar el sistema de control del faro a una Central Informática por lo que en breve iban a tener que prescindir de sus servicios.

El farero se quedó pensativo, tal vez era ésta la mayor dificultad a la que iba a tener que enfrentase en todos estos años. Después de toda una vida dedicada con meticuloso afán a su trabajo, era desplazado por la alta tecnología. Aún no acababa de comprender cómo una máquina, por muy perfecta que fuera, podría evitar el naufragio de un pesquero o salvar de morir ahogados a los tripulantes.

Desde aquella noche no pudo conciliar el sueño y acostumbrado como estaba a cuidar del faro, se subía a la linterna y no perdía la costumbre de observar como siempre con escrupulosa atención el mar. Le costó mucho hacerse a la idea que aquel ya no era su trabajo y pronto incluso tendría que abandonar aquel lugar, aunque a ese respecto, el C.I.M. (Centro Informático Marítimo) tuvo un generoso gesto de humanidad y le dejó vivir allí de por vida.

Desde entonces se dedicó a observar con más detalle aquel entorno que desde que era niño había sido su vida y la de los que le precedieron. Apartó por unos momentos sus ojos del mar y los posó sobre los acantilados descubriendo lugares que hasta ahora le habían pasado desapercibidos.

Una noche oyó un ruido atronador en lo alto del faro subió aprisa las escaleras para descubrir la causa de aquel estruendo. El faro parecía haberse vuelto loco girando a una velocidad vertiginosa. Rápidamente llamó al C.I.M. y desde allí trataron de calmarlo:

– No se preocupe, Matías, ya nos hemos dado cuenta. Ha habido un fallo en el “software”, ocurre que hasta que no se acople totalmente el programa pueden suceder algunos imprevistos. Tranquilo que enseguida estará arreglado.

Colgó malhumorado el teléfono, pero efectivamente al poco rato el faro volvió a funcionar con normalidad, aunque él no se quedó satisfecho del todo y cada noche volvía a subir a la torreta por si volvía a estropearse. Una de esas noches, en una de sus inspecciones de rutina, descubrió que el faro se había parado y para colmo el haz de luz ni siquiera enfocaba al mar. Murmurando entre dientes volvió otra vez a llamar y de nuevo trataron de calmarlo:

– No se preocupe, Matías.

– ¡Si ya sé, que se ha vuelto a estropear el “sogüer” ese! ¡Pues a ver si tienen más cuidado que uno no gana para sustos! Colgó de nuevo maldiciendo el día que a alguien se le ocurrió la absurda idea de manejar el faro por ordenador: “Parece mentira pero en todos estos años nunca se había tenido una avería grave y ahora ya llevamos dos en una semana”

Siguió todas las noches con su vigilancia. Si antes no se fiaba nada de la informática, ahora mucho menos después de descubrir que no era tan infalible como le habían hecho creer. Cada noche se ponía a leer allí arriba como hiciera desde siempre, con su pipa de caoba en los labios y al final se quedaba dormido junto a su viejo y amado compañero.

 

Después de varias semanas sin ocurrir nada alarmante, decidió ir olvidando poco a poco el faro y dedicarse a explorar el paisaje que le rodeaba como había intentado al principio. Se sentía como si respirara aire puro por primera vez. Inundado por una serena placidez que le entraba por todos sus poros. El mar aparecía ante sus ojos más hermoso que nunca, con sus múltiples tonos entre tornasolados, verdes, azules y dorados. Cerraba los párpados dejando que la brisa acariciara su rostro dulcemente, con la suavidad de unas manos femeninas. Solamente el temor a una nueva avería soliviantaba su ánimo de vez en cuando haciéndole salir de su estado de éxtasis. En sus paseos recorrió acantilados y playas descubriendo grutas, calas y ensenadas que nunca hubiera sospechado existieran en aquellas latitudes.

En uno de sus paseos al atardecer, hizo un singular descubrimiento. De pie y descalza sobre una roca, una muchacha vestida de blanco oteaba el horizonte sin quitar sus ojos de las oscuras aguas, con la mirada fija en un punto como si aguardara a alguien, o quizá algo inesperado estuviera a punto de suceder. Era una joven de pelo rubio y largo que suelto se mecía a merced del viento. En vano intentó hacerle señas o llamar su atención pues ella parecía no oírle. Rápidamente bajo la escalera de caracol y al llegar abajo se encontró una extraña sorpresa. La mujer había desaparecido, no había rastro de ella en los alrededores del faro. Incluso se acercó hasta la roca donde había creído verla, pero allí tampoco encontró nada que le hiciera pensar que su visión había sido real. Pronto abandonó la idea pensando que había sido engañado por algún espejismo de los muchos que según cuentan suelen ocurrir por aquellos parajes. Volvió a la cama apesadumbrado y perplejo. Aquella noche soñó con una sirena que nadaba junto al acantilado y a la que él perseguía sin llegar nunca a alcanzarla. Se despertó empapado en sudor y cuál no sería su sorpresa al descubrir a la muchacha de las rocas dormida sobre la alfombra a los pies de su cama.

A la mañana siguiente, unos inspectores de la C.M.I. lo encontraron en su lecho, con los ojos cerrados y una incipiente sonrisa en los labios.


* Autor del relato: Ricardo Fernández Moyano

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