Dragaminas “Guadalete”

Con un movimiento ágil el comandante estiró el brazo izquierdo para permitir a su reloj asomar por debajo de la bocamanga del uniforme. La luz roja del planero se reflejó en sus galones de teniente de navío instantes antes de alumbrar su reloj de pulsera que le indicó que faltaban pocos minutos para las diez de la noche.

Fue solo un gesto, pero al segundo comandante le bastó una mirada para interpretarlo, dirigiéndose con decisión hasta el micrófono del altavoz de órdenes generales para difundir por el barco la voz de babor y estribor de guardia. En sus alojamientos, el personal esperaba la orden y no tardaron en ocupar sus puestos para otra salida a la mar.

Uno a uno habían ido llegando a bordo solo unas horas antes. Los rostros serios, apenas un movimiento de cabeza al centinela que hacía el punto en tierra apoyado sobre su mosquetón, y otro más disciplinado al suboficial de guardia que a bordo controlaba el embarque de la dotación, para pasar cuanto antes la novedad al segundo. No se trataba de una misión complicada, una vigilancia rutinaria sobre la costa norte de África que les habría de llevar desde el puerto de Ceuta, que se aprestaban a abandonar, hasta el de Melilla, unas 120 millas a levante.

Las campanas de la catedral de Nuestra Señora de África se dejaron oír con claridad y su eco aún rebotaba entre las murallas de la ciudad cuando se recibía a bordo la última estacha. Poco a poco, el Guadalete fue despegándose del muelle para iniciar su última singladura. En el puente, el AN. Miranda se hacía cargo de la guardia mientras los hombres se desperdigaban por el barco tratando de adaptarse a las suyas. A su lado, el TN. González de Aldama, comandante del buque, forzaba la vista más allá del cabo de Punta Almina tratando de imaginar lo que les esperaba superado el placentero resguardo que les proporcionaba aquel trozo de tierra.

Hacía apenas tres semanas que había tomado el mando del buque y aunque le tranquilizaba el impecable estado en que lo había recibido, lo mismo que el excelente sentido de la disciplina que tanto su segundo, el AN. Moreno, como el comandante saliente habían inculcado en la dotación, se sentía algo intranquilo por el descenso del barómetro que venía observando desde hacía algunas horas. Siempre a su lado, el segundo percibía y compartía la preocupación de su comandante. Embutido en su chaquetón de mar, sabía que aquella marejada y aquel viento fresco de levante no le eran nuevos al buque, sin embargo, comprendía la lógica preocupación que la responsabilidad hacía sentir a su recien estrenado comandante y procuraba con su presencia hacerle llegar fielmente el calor que le hiciera sentir más relajado.

Superado el cabo de Punta Almina, el comandante sintió que la mar aumentaba sensiblemente, pero ordenó al AN. Miranda hacer un rumbo casi al sur para barajar la costa conforme a las órdenes recibidas, sintiendo inmediatamente que el barco navegaba muy mal por recibir la mar casi de través. Volviéndose pidió a su repostero que le subiera el chaquetón de mar que recibió a los pocos segundos. Poco después de ponérselo comenzó a sentirse cómodo al calor del abrigo, lo que le proporcionó cierta sensación de bienestar que duró lo que tardó la ola siguiente en devolverle a la realidad de la mar. Definitivamente aquella iba a ser una noche larga, pensó con una sonrisa recordando tantas y tantas noches de insomnio imponiendo su experiencia a la dureza de los elementos.

Lo que no pudo imaginar entonces fue que aquella sería la última singladura del barco, ni tampoco quizás que en las próximas horas tendría que enfrentarse a la más amarga de las experiencias que la mar reserva a los hombres que la navegan.

 

La Posguerra
Apenas a una semana de celebrar los 15 años de la tan anhelada paz, el país comenzaba a sacudirse de las secuelas de una guerra demasiado dura y cruel. Después de un largo período de ostracismo, los Estados Unidos se acercaban a
España sabedores de la importancia estratégica de nuestro país con vistas a un hipotético conflicto con la Unión Soviética cada vez más probable. El día 24 de marzo, mientras el Guadalete daba comienzo a su última singladura, llegaban a Sevilla los coroneles de aviación Iglesias y Jiménez para dar mayor brillantez a los actos conmemorativos del aniversario del vuelo trasatlántico que 25 años atrás había unido la capital Hispalense con la ciudad brasileña de Salvador de Bahía. La gesta era muy parecida a la realizada algunos años antes por el Plus Ultra, pero había una diferencia que la prensa resaltaba orgullosamente en grandes titulares y es que el Jesús del Gran Poder había sido construido íntegramente por la industria nacional. También ese mismo día se recibían en Talavera los seis primeros aviones a chorro, pilar de la futura escuela de reactores del Ejército del Aire. La apertura era un hecho y los días tristes poco más que un vago recuerdo. En la Armada también se vivían momentos de euforia pues, entre otros importantes avances, se acababan de recibir los primeros helicópteros con los que se buscaba volver a despegar en pos de la gloria que los marinos ya conocían desde los tiempos de la aeronáutica, tan injusta y tristemente condenada a desaparecer.

Para completar el cuadro del paroxismo nacional, ese mismo día 24, zarpaba del puerto de Odessa el buque Semíramis, en el que 286 veteranos de la División Azul regresaban a sus casas tras largo y desgraciado cautiverio en las frías estepas rusas. Como quiera que por aquellas fechas en España no se conocían los televisores y dado que los rusos se habían negado sistemáticamente a facilitar información sobre las identidades de los prisioneros liberados, es fácil aventurar la fascinación que la radio debía causar en los españoles, ya que cada enlace con el Duque de Hernani, Presidente de la Cruz Roja Española y que navegaba a bordo de la motonave como delegado del gobierno, se convertía en un serial lacrimógeno seguido con inusitado interés y es que fue a través de las ondas como la mayor parte de las familias conocieron el regreso de unos seres queridos a los que en la mayoría de los casos habían dado por muertos.

Por eso, y aunque la Armada se volcó en el tratamiento de los supervivientes y en el de las familias de los muertos y desaparecidos del Guadalete, la noticia de su hundimiento no tuvo quizá la trascendencia merecida en la prensa. El luto era un lastre que ya nadie quería por lo que puede decirse que, finalizados los actos fúnebres, la vorágine de noticias se tragó literalmente la tragedia del Guadalete, sobre todo cuando, tratando sin éxito de hacerlo coincidir con el aniversario de la Victoria, el Semíramis llegaba el día dos de abril al puerto de Barcelona en medio del fervor enloquecido de los catalanes y de tantos españoles llegados a la ciudad Condal desde los más remotos lugares de nuestra geografía.

Mientras tanto, ajenos a esta parafernalia, los 78 marinos del Guadalete se aprestaban a vivir las últimas horas del buque y, en muchos casos, también de sus vidas.

 

El Guadalete
Una de las conclusiones de la Guerra Civil en materia naval fue la necesidad de disponer de unidades especializadas en el rastreo y limpieza de minas, tarea asignada con escaso éxito durante la contienda a pesqueros y embarcaciones deportivas.

Fueron precisamente las siete unidades de la clase Bidasoa, entre las que se contó el Guadalete, las primeras con que contó la Armada dedicadas a este específico menester. El diseño era el Minensuchboote alemán del que la Kriegsmarine encargó 236 unidades ya en plena Guerra Mundial. España construyó 14 de estos buques, en dos series y con alguna modificación. En principio el proyecto fue ofrecido a la industria privada, pero no se encontró ninguna firma que se comprometiese a los pliegos de calidades y sobre todo a los plazos de entrega, aunque estos también eran sistemáticamente incumplidos por la industria estatal. En cualquier caso el pedido terminó encargándose a la Factoría de Bazan en Cartagena, aunque más adelante la de Ferrol se hizo cargo del Tambre y del Guadalete. que besaban finalmente las frías aguas atlánticas el 18 de octubre de 1944

Un poco antes, en junio de ese mismo año, se bautizaba a la serie con nombres de ríos de nuestra geografía, y ya desde el principio se hicieron patentes diversas deficiencias achacables a la mala construcción, lo que obligó a duplicar los presupuestos para obras de modificación, que si bien eliminaron o redujeron los defectos, produjeron también un incremento notorio de pesos en todas las unidades, fundamentalmente debido a la poca calidad de los materiales empleados.

El producto final fue un dragaminas de 585 toneladas, construido en su totalidad en hierro remachado que presentaba una proa recta y algo lanzada, con ligero arrufo y formas marineras. El castillo se extendía hasta los dos tercios de su eslora, dejando la toldilla ocupada por una pieza de artillería, los paravanes y la maniobra de equipos de rastreo.

La estructura del buque era del tipo transversal con 10 compartimentos estancos. La propulsión corría a cuenta de dos calderas Yarrow que quemaban carbón con tiro forzado para alcanzar una potencia máxima de 2400 caballos a 240 revoluciones. La artillería del diseño original fue sustituida por un cañón de 88 mm., un montaje sencillo de 37/80 y dos ametralladoras de 20 mm. Completaba el pertrechado del buque un equipo de botes formado por uno a motor de 8 metros de eslora, un chinchorro de 5 y una pareja de balsas salvavidas, insuficientes todos para los 90 hombres que habrían de constituir su dotación teórica.

En cualquier caso cuando quedó alistada la primera serie, bautizada oficialmente como clase Bidasoa y conocida popularmente como los dragaminas del Báltico, estaba ya muy desfasada, al carecer de equipos modernos debido al colapso alemán, sobre todo para minas magnéticas, ya que sus cascos de acero constituían un excelente polo de atracción para esas mortíferas armas. Durante muchos años se trató de cambiar los insuficientes paravanes por rastras Oropesa, algo que no se alcanzó hasta los convenios hispanoamericanos del 53

Proyectados para las tranquilas aguas del Báltico, los Bidasoa, no estaban en absoluto preparados para los agitados mares que bañan nuestras costas, presentando además cierta tendencia a hocicar de proa. Su escaso francobordo les hacía embarcar mucha agua a poco que se levantase la mar. Si a esto añadimos que habían sido diseñados para quemar el excelente carbón alemán de la cuenca del Rhur en lugar del nacional de mediana calidad, y que en aquella época la Armada se las veía y se las deseaba para encontrar personal de máquinas capacitado, ya que para entonces la maquinaria diesel había desplazado prácticamente a la propulsión a vapor en las flotas pesqueras y mercante, puede adivinarse que el final del Guadalete no puede achacarse en exclusiva a la mala suerte o a un temporal más o menos intenso.

 

Las últimas horas
Al doblar Punta Almina, el comandante ordenó poner rumbo al 168 para pasar a unas tres millas de Cabo Negro y, aunque el buque tomaba muy mal la mar, decidió mantenerlo hasta la medianoche en que, a la vista de que viento refrescaba, ordenó el 115 para dirigirse a fondear en la Bahía de Alhucemas al resguardo del temporal que se avecinaba.

A las 03:10, el Jefe de Máquinas subió al puente diciendo que no podía limpiar cenizas en la caldera de popa ya que al encontrarse la puerta del cenicero a barlovento entraba agua en cuanto trataban de abrirla. Se quejaba también de que el carbón era prácticamente tierra, lo que exigía limpiar constantemente los ceniceros, en vista de lo cual el comandante ordenó un rumbo cómodo que permitiera limpiar cenizas en ambas calderas. El buque arrumbó entonces al 073 y se facilitó al Jefe de Máquinas gente de cubierta que ayudara en la limpieza de ceniceros, sin menoscabo del personal fogonero, imprescindible en calderas en aquellos momentos.

A las 06:50 los taquímetros de máquinas descendieron hasta las 90 revoluciones, incapaces de mantener las 120 que exigía la velocidad económica. El Jefe de Máquinas fue requerido en el puente e insistió en la malísima calidad del carbón, informando que difícilmente se podría conseguir un régimen por encima de las 100 revoluciones. A la vista de tan inquietante informe, y del descenso imparable del barómetro, el comandante se reunió en la derrota con su segundo estudiando la posibilidad de dar la vuelta ya que las distancias de 90 millas a Cala Tramontana, en Tres Forcas, y de 60 a la Bahía de Alhucemas parecían insuperables dada la situación. La media hora siguiente transcurre en el intento infructuoso de establecer comunicaciones con tierra. En esos momentos el comandante ya había tomado la decisión de regresar y a las 07:20 intentó la ciaboga aprovechando un momento de calma. En un principio el barco pareció responder pero quedó atravesado a la mar incapaz de completar la maniobra. Para entonces las olas ya barrían la cubierta del buque y seguramente la angustia comenzaba a alojarse en los corazones de muchos de los hombres de su dotación. El comandante decidió entonces jugárselo todo a una carta, que ya no podía ser otra que la de dar la vuelta a cualquier precio y correr el temporal en demanda del Estrecho. Para ello pidió al Jefe de Máquinas levantar presión a toda costa, sin embargo, la respuesta de éste no mejoraba el panorama al informar que el carbón estaba muy mojado por el agua que por defecto de frisado entraba a buen caudal por las carboneras, habiéndolo convertido en una pasta incombustible.

A pesar de todo, a las 09:10 el comandante consiguió, con enormes esfuerzos de máquina y timón, virar el barco que pasó a navegar al 280 tomando la mar de popa. La navegación mejoró sensiblemente, pero requería mucha atención, ya que la más mínima guiñada llevaba el barco a atravesarse a la mar y obligaba a constantes cambios de régimen de revoluciones, e incluso en muchas ocasiones a parar la máquina de sotavento. Para ello el AN. Miranda debía emplearse en el acústico de máquinas, ya que el telégrafo de babor se había venido abajo. Mientras tanto el segundo animaba incansable al exhausto personal de máquinas y al que en cubierta desafiaba infatigable a las olas arrojando aceite por la borda.

A partir de 0945 la situación se complicó notablemente al comenzar a fallar el servomotor, lo que ocasionaba que la caña se agarrotara a intervalos cada vez menores. Como al mismo tiempo el compartimento del servo tenía grandes y peligrosos escapes de vapor, no se podía gobernar el barco desde allí, lo que obligaba a seguir haciéndolo desde el puente, a pesar de que el vaivén de las revoluciones era tremendo pues oscilaban a escasísimos intervalos entre las 0 y las 150. En ese momento las comunicaciones con tierra suponían una complicación añadida. Los enormes balances así como las bruscas variaciones de la dirección de la proa hacían inútil la recepción con el gonio, sin embargo, sí se podía trasmitir desde el buque y así se hizo, recibiéndose en Ceuta su señal al 090 de Punta Almina. El buque se encontraba entonces perfectamente alineado con viento y mar de popa. En aquellos momentos los responsables del Císcar vieron un rayo de esperanza, si el barco aguantaba podrían llegar al centro del Estrecho y desde allí, bien con un poco de presión, bien con el remolque de algún buque, se podían alcanzar los resguardos de Ceuta o Gibraltar.

Hacia las 11:00, navegando al 290, el comandante se vio obligado a tomar una decisión importante al comunicarle el segundo que el agua entraba a raudales por el costado de estribor y que la caldera de popa se estaba inundando. En esas condiciones el comandante decidió poner rumbo al oeste, para proteger su flanco débil, pero el barco comenzó otra vez a hacerse ingobernable por lo que decidió volver al rumbo primitivo ya que el 270 no le ofrecía garantías de rebasar Punta Almina y podía arrojarle a la costa, llena de bajos, con escasa capacidad para gobernarlos. En esas condiciones las máquinas continuaban dando un servicio irregular y el timón agarrotándose periódicamente, hasta que, repentinamente, ambos fallos se presentaron al mismo tiempo y el buque, dando una enorme guiñada, quedó de nuevo atravesado a la mar. Las máquinas se detuvieron y los compartimentos del servomotor y del pañol de rastras comenzaron a inundarse peligrosamente, pues las tapas de las escotillas no eran estancas. Se procuró entonces achicar con una bomba eléctrica que daba muy poca capacidad, pero había agua también en las calderas, sobre todo en la de popa, y entraba a borbotones en las carboneras, bien por las puertas estancas de cubierta, bien por los atmosféricos que quedaban bajo el agua acumulada en cubierta. Arengados por el segundo comandante la dotación se multiplicaba ajena al cansancio y sin mostrar la más mínima señal de miedo o indisciplina. Continuamente se les cambiaba de trabajo ordenándoseles acudir a los sitios de mayor urgencia sin que en ningún momento llegaran a perder la confianza en sus mandos. En circunstancias tan difíciles, se mantuvo la capa de 1115 a 1415 con el apoyo cada vez más esporádico de la máquina.

Hacia las 1310, un serviola comunicó la presencia de un barco de guerra que el comandante reconoció como una corbeta que venía del Estrecho. Este barco misterioso, que nunca se identificó, comenzó a hacer señales con el proyector a las que contestó el Císcar haciéndole notar repetidas veces que se encontraban en situación comprometida y que necesitaban remolque. Este buque se mantuvo en las proximidades por espacio de más de una hora sin dar señal de inteligencia al socorro solicitado ni hacer intento de prestar auxilio, sencillamente desapareció de la misma forma que había aparecido. La posibilidad apuntada en el Cuaderno de Bitácora del Císcar de que pudiera
haberse tratado de un buque británico se apoya más en la suposición del oficial de Guardia, por la derrota que parecía traer el buque, directamente de Gibraltar, que en otros hechos de mayor consistencia, ya que nunca se pudo distinguir su nombre ni su bandera.

Hacia las 14:15 el comandante se ve de nuevo en la tesitura de tomar una decisión difícil. Poco después de incomunicar la caldera de popa donde el agua lamía ya los hornos y de cerrar sus puertas y válvulas estancas, el buque volvió a quedarse sin presión debido a la cantidad de cenizas que se acumulaban en los hornos por lo que el jefe propuso como única solución detener las máquinas durante una hora y acometer con todo el personal posible una limpieza a fondo de hornos y parrillas, para a continuación volver a encender con carbón escogido y tratar de levantar presión. El comandante decidió aceptar el riesgo y detuvo las máquinas, ordenando además prepararse para quemar bancos y mesas de madera de forma que una vez limpias las calderas se pudiera levantar presión cuanto antes, ayudando al encendido con gas oil aún a riesgo de provocar un incendio. Con las máquinas paradas el barco se atravesó de nuevo a la mar, pero los embates parecían menos violentos, lo que significaba otro rayo de esperanza; si se superaba la crisis el buque podría contar con una buena propulsión para salvar los escollos que pudieran presentarse en las proximidades de la costa. Mientras unos se afanaban en la limpieza de ceniceros de la caldera de proa y otros trataban de achicar el agua en la de popa, en el palo se izaban las bolas de buque sin gobierno. En ese momento desapareció el misterioso buque de guerra que se había mantenido en sus proximidades. Comandante y segundo se miran a los ojos, no hubo comentarios, ambos intuían que con ese barco escapaban sus últimas posibilidades, pero prefirieron mantener ocupada a la dotación en espera de acontecimientos. Mientras tanto los jóvenes marineros, sin una mala cara, de manera disciplinada y con el agua hasta el pecho, trataban de achicar calderas entre bromas y chistes. Pasados 40 minutos avisaron de máquinas que ya había presión, pero se estimaba que no duraría más de media hora porque el carbón estaba completamente empapado y hecho una pasta. Por otra parte, el nivel de agua en la caldera de popa, a pesar de los esfuerzos, continuaba aumentando peligrosamente. De nuevo el comandante se vio obligado a tomar una decisión difícil en cuanto al empleo de esa media hora. Finalmente y tras consultar con sus oficiales, decidió arrumbar para embocar el Estrecho para lo que ordenó poner 150 revoluciones en la máquina de babor y un rumbo 290, comenzando de nuevo a correr el temporal. Durante la corrida, a las 15:12, se avistó un mercante al que se hicieron angustiosas señales de proyector haciéndole ver que necesitaban urgentemente remolque, a lo que contestó el mercante preguntando si tenían permiso del armador para semejante solicitud. Naturalmente desde el Císcar se contestó que sí, solo para ver como el mercante les ponía la popa y desaparecía haciendo oídos sordos a sus desesperadas llamadas de socorro.

A las 15:35 se pararon otra vez las máquinas, informando el jefe que en calderas el agua alcanzaba ya los hornos haciendo inútil cualquier esfuerzo de la agotada dotación, inmediatamente el barco volvió a atravesarse a la mar. Para entonces la cubierta acumulaba ya toneladas de agua, el servo y la dinamo principal habían dejado de funcionar quedando como único apoyo el grupo de emergencia Diesel que apenas daba potencia para mantener la radio y algo de luz, pero entonces comenzó a cortocircuitarse el cuadro principal por lo que el comandante ordenó cortar corriente a los compartimentos no esenciales y cerrar puertas estancas, incomunicándose de esta forma todos los servicios. El buque estaba irremisiblemente perdido y el comandante era consciente de ello, por lo que ordenó agrupar a todo el personal en cubierta al resguardo de la mar y con los chalecos salvavidas puestos, ordenando también subir chalecos para el personal de puente y radio que se mantenían en sus puestos. En este punto el comandante recriminó al timonel por no llevar puesto el chaleco. Cuando se le informó que no había chalecos para todos se quitó el suyo entregándoselo al timonel, ejemplo que fue seguido por el resto de oficiales que entregaron los suyos a otros marineros.

Con el buque atravesado a la mar y escorado unos 30º, se inician una serie de violentos balances que consiguieron destrincar el bote a motor y sacarlo de sus calzos cayendo inutilizado sobre cubierta, mientras un golpe de mar se llevaba también el chinchorro (que más tarde encontraría el Císcar). En ese momento el comandante ordenó al contramaestre que preparara las balsas para echarlas al agua y que rompiese a golpe de mandarria cuanta madera útil quedara aún a bordo que pudiera servir para ayudarles a mantenerse a flote sobre un mar que les echaba encima por momentos. El contramaestre cumplió sus órdenes con gran riesgo de su vida pues el lugar donde ubicaban las balsas estaba batido violentamente por la mar, consiguió además reunir junto a la chimenea todos los enjaretados de duchas y retretes, los tableros de los planeros del puente y todas las sillas de madera. A todo esto, el comandante se mantenía en contacto radio con el Guadalhorce, que, ya en la mar, les alentaba al tiempo que reclamaba su posición, lo que para entonces parecía ya completamente imposible de obtener, aunque la visión por unos instantes de un monte, que les pareció Punta Europa, les permitió situar al buque a unas 10 o 15 millas de ese promontorio. Además en ese mismo momento el suboficial radio consiguió poner en marcha el TRN-50, dando al Guadalhorce la marcación gonio que venía pidiendo y, sin interrupción, comenzó a lanzar al éter la señal de socorro hasta que se le tuvo sacar del compartimento radio a la fuerza, cuando ya el buque comenzaba a hundirse. Mientras tanto la dotación, que se mantenía en el alerón de babor esperando órdenes, veía como la mar enfurecida se llevaba una de las balsas que fue imposible recuperar. Debían de tener miedo, pero las palabras de ánimo del comandante, oficiales y suboficiales bastaban por el momento para mantenerlos serenos. Hubo algunos casos de histeria, pero, mientras el comandante mantenía las últimas comunicaciones radio, el segundo animaba a los más débiles a resistir la tentación de arrojarse al agua, haciéndoles ver que mientras pudieran, era mucho mejor mantenerse sobre cubierta que peleando contra las frías y agitadas aguas.

A partir de aquí se pierden las referencias horarias, aunque el hundimiento definitivo se apunta sobre poco antes de las seis, en ese momento la escora alcanzaba ya los 50º y el agua comenzaba a lamer el alerón de estribor…

 

Abandono de buque
Ocurrió justo cuando el comandante ordenaba al Jefe de Máquinas, un hombre de 55 años que no sabía nadar, que se pusiera el chaleco salvavidas y se fuera al alerón con un grupo de fogoneros y el suboficial torpedista con los que seguía tratando de salvar el buque. En ese momento varios golpes de mar escoraron aún más al Císcar haciéndole alcanzar los 70º de inclinación. El alerón de estribor quedaba ya enteramente dentro del agua que comenzaba a penetrar en el puente, por lo que el comandante gritó al suboficial radio que se reuniera en el alerón de babor con el resto de la gente antes de ordenar abandono de buque. En ese momento permanecían en el puente el comandante y los AA.NN. Moreno y Miranda. Al observar estos una sombra de duda en la mirada de su comandante le rogaron que no hiciera tonterías al tiempo que le advertían que no abandonarían el barco sin él. Finalmente, tras rezar una salve y conjurarse para que los que consiguieran salvar la vida visitaran a las familias de los que no lo lograran, decidieron abandonar el buque. Encontraron entonces que la puerta de babor les quedaba lejos y, debido a la escora, inaccesible, por lo que decidieron bucear para tratar de alcanzar la de estribor, para entonces ya completamente sumergida. En un momento de calma relativa, llenaron sus pulmones de aire, unieron sus manos y bucearon en dirección a la puerta de estribor. El primero en salir fue Miranda que llevaba en una mano un salvavidas con las claves secretas y el cuaderno de Bitácora mientras que con la otra tiraba del segundo, que a su vez arrastraba al comandante, este al salir se golpeó la cabeza con una antena y quedó momentáneamente aturdido, pero se recuperó enseguida al contacto con las frías aguas.

Así, agarrados unos a otros y todos al salvavidas de las claves se encontraron alejados unos 50 metros del barco cuando lo vieron hacer una última pirueta antes de hundirse de popa desapareciendo en pocos segundos. Poco a poco se fueron reuniendo con otros náufragos que se mantenían a flote agarrados a tablas de madera, formando entre todos un corro en el que no faltaban las oraciones y las voces de ánimo. A unos 500 metros de ellos divisaron una balsa repleta de gente y unos 30 hombres agrupados a su alrededor sin que ninguno de los grupos pudiera acercarse al otro debido a la furia de los elementos. La situación comenzaba a hacerse alarmante, se encontraban físicamente extenuados y moralmente desesperados, El segundo, que estaba en una magnífica forma física, nadaba entre los náufragos para obligarles a mover brazos y piernas, algo que la mayoría ya solo acertaba a hacer para no hundirse cuando una ola los golpeaba. Fue entonces cuando vieron los palos de un mercante.

El cabo Martín Vivancos comenzaba a desfallecer cuando, a su lado, el comandante le indicó la presencia del mercante, reclamándole un último esfuerzo y ofreciéndole agarrarse al trozo de madera que le sustentaba a él, un gesto que seguramente salvó la vida al cabo. El mercante se dirigió a este grupo de náufragos que ya había perdido de vista al grupo de la balsa. Después de una maniobra intachable se colocó a sotavento comenzando a largar redes, escalas y roscos salvavidas, mientras la propia mar arrojaba a los náufragos al costado del buque. Los primeros en subir fueron algunos marineros y un suboficial mecánico, mientras en una escala los AA.NN. ayudaban a subir a varios marineros exhaustos y en otra distinta el comandante volvía a encontrarse con el cabo Vivancos, al que trataba de ayudar a subir, pero al cabo le faltaron las fuerzas y cayó, hundiéndose en el mar, por lo que el comandante lo agarró, zarandeó y pellizcó, obligándole a poner las manos sobre la escala. Finalmente tras no pocos esfuerzos Vivancos caía agotado en cubierta. Por poco, pero había ganado el pulso a la muerte. Una vez a salvo el cabo, el comandante comenzó a trepar la escala con muchas dificultades, una ola quiso venir en su ayuda, aupándole hasta la mitad de la escala, sin embargo, el golpe de mar siguiente le aplastó de tal forma contra el costado del buque que cayó al agua, aunque pudo asirse otra vez a la escala y comenzar de nuevo la penosa ascensión. Pero era ya un esfuerzo demasiado
grande por lo que, falto de fuerzas, se detuvo en mitad de la escala sintiendo un enorme deseo de ceder a la sutil tentación de dejarse llevar, momento en que sintió una voz que le animaba a seguir ascendiendo. Era el segundo que desde el agua le gritaba pidiéndole que no se rindiera, pero ya no podía más, eran muchas horas de tensión acumulada y la fatiga se había apoderado de él por lo que encomendando su alma a Dios metió los brazos entre los peldaños de la escala incapaz ya de sentir como desde el barco izaban la escala para subirlo a bordo, devolviéndole así a la vida. Antes de perder el conocimiento por agotamiento, aún tuvo tiempo de asomarse por la borda tratando de trasmitir ánimo al segundo que, agotado también, se mordía furiosamente las manos para reaccionar y evitar otra caída que hubiera sido probablemente definitiva.

Más tarde el segundo contaría como él mismo llegó a caer hasta tres veces antes de conseguir verse a bordo del mercante. El desvanecimiento del comandante no duró mucho, ya que apenas cinco minutos después recobraba el conocimiento y pedía hablar con el capitán del mercante. Se trataba de un buque de bandera italiana con rumbo a La Spezia que respondía al nombre de Podestá. Una vez advertido el capitán de que había más náufragos en una balsa, el comandante pidió ver a sus hombres, por lo que fue conducido a la sala de máquinas donde se recuperaban los entumecidos náufragos tratando de entrar en calor.

 

La Tragedia
El salvamento del primer grupo de náufragos, aunque costosísimo, había resultado un éxito y cuando la dotación del Podestá informó casi una hora después que habían avistado la balsa, comandante y segundo del ya desaparecido Císcar recibieron la noticia con alborozo y, haciendo acopio de energías, corrieron a cubierta para tratar de colaborar en la recogida del resto de los hombres de su dotación que presentaban un aspecto patético. Sin embargo, el salvamento de esta segunda parte de la dotación resultó una tragedia ya que para entonces el grupo llevaba casi tres horas en el agua y estaban literalmente agotados, por lo que los que conseguían asirse a las escalas apenas podían ascender y fueron muchos los que se ahogaron al soltarse de la balsa para tratar de agarrarse a la escala y muchos también los que perdían las fuerzas cuando ya estaban asidos a las escalas y caían, arrastrando en su caída a los que les seguían.

De entre los náufragos del grupo de la balsa tuvo una actuación especialmente heroica el contramaestre, don Mariano Romeral, que ya había tenido un comportamiento excepcional durante las últimas horas del Císcar y que, al llegar en la balsa al costado del Podestá, todavía hizo esfuerzos sobrehumanos para cobrar una falsa amarra que le arrojaron desde el mercante. Una vez firme la amarra a la balsa no consintió en subir hasta que no lo hubieran hecho los demás, animándoles y dando instrucciones para hacer la subida más rápida y ordenada. Cuando por fin subió él mismo, estaba tan al límite de sus fuerzas que le pusieron una inyección para tratar de reanimarle, pero murió de agotamiento pocos minutos después.

El Podestá se mantuvo en la zona del desastre durante cuatro horas tratando de localizar algún superviviente, hasta que su capitán notificó al comandante del Císcar que la búsqueda era inútil, pues resultaba humanamente imposible sobrevivir a semejante frío y mar, además no tenían proyector y la noche era muy oscura. Aquello debió de significar otro golpe tremendo a la moral del comandante que para entonces ya era conocedor de que entre muertos y desaparecidos había perdido a 34 hombres. Para colmo el capitán del Podestá le hizo saber que debía continuar su derrota a la Spezia, pues ya se había retrasado considerablemente y tampoco se atrevía a entrar en puertos españoles debido a las condiciones atmosféricas y al desconocimiento de sus enfilaciones, aunque finalmente accedió a entrar en Gibraltar con el apoyo del comandante del Císcar.

Al llegar a la bahía de Gibraltar se aproximó a ellos un remolcador a bordo del cual venían el comandante del Guadalhorce y el Capitán de Corbeta Mollá, comandante del Císcar hasta que, veinte días antes, lo había entregado al Teniente de Navío González de Aldama. En este punto se vivieron escenas de intensa emoción pues al primero se le agradecía el aliento trasmitido por radio hasta el último momento de vida del buque y al segundo lo recordaba la dotación con intenso cariño. A la llegada de los náufragos a Algeciras, donde esperaban las autoridades civiles y militares de la provincia, se siguieron dando escenas de gran dramatismo, sobre todo al desembarcar el cadáver del contramaestre que fue trasladado al Hospital Naval en San Fernando.

 

Epílogo
Todos fueron valientes. En su informe, días después, el comandante del Guadalete destacaba el comportamiento heroico y ejemplar de todos los miembros de su dotación, cuya formación militar y disciplina consideraba una herencia del Capitán de Corbeta Mollá así como consecuencia del continuo esfuerzo y dedicación del segundo comandante, del Jefe de Máquinas y del Alférez de Navío Miranda, con los cuales había comentado el orgullo que sentía de mandar a una dotación tan extraordinaria en todas las facetas.

Del heroico comportamiento del Jefe de Máquinas hacía el comandante una mención especial. Serafín Echevarría Expósito, capitán de Máquinas de la RNA, era un hombre de 55 años, el mayor del barco con diferencia, pero conservaba un encomiable espíritu de trabajo y un extraordinario sentido del cumplimiento del deber. Durante el temporal dio muestras constantes de profesionalidad y conforme se acercaba la pérdida inevitable del buque fue creciéndose en la brega y en el aliento a la dotación mientras sentía declinar sus energías. Probablemente sabía que su supervivencia era muy difícil. Murió en silencio, cuando sencillamente se le agotaron las fuerzas. Su cuerpo jamás apareció.

Los dos AA.NN., Moreno y Miranda, tuvieron un comportamiento destacado tanto en lo profesional como en lo humano. Durante las primeras horas del temporal cumplieron callada y disciplinadamente cuantas órdenes recibieron de su comandante aportando al mismo tiempo con su serenidad y sus conocimientos del buque el mejor ambiente para enfrentarlo a su tremendo infortunio. El AN Miranda pasó prácticamente todas las horas en el puente junto al comandante como un perfecto colaborador. El AN. Moreno fue un modelo como oficial y como segundo. No descansó un solo momento y estuvo en todas partes donde resultaban necesarias su energía y su competencia. La buena disposición de la dotación hasta el último momento se debió en gran medida a su constante estímulo. Muchos de los náufragos lograron sobrevivir gracias a su presencia de ánimo y apoyo continuo.

El sargento 1º Radio, don Manuel Samper Barrionuevo, tuvo una actuación muy meritoria, aplicándose mucho más allá del estricto cumplimiento del deber y procurando en todo momento mantener el enlace radio, lo que consiguió a pesar de las pésimas condiciones de trabajo y de las constantes averías que aumentaban conforme el buque se acercaba a su inexorable final. Su cuerpo fue recuperado días después por el Císcar. El comportamiento del sargento contramaestre, don Mariano García-Romeral Fernández fue verdaderamente heroico. Durante el temporal se le vio siempre en los puestos de mayor riesgo y su serenidad fue una de las causas de que la gente mantuviera la calma en los momentos más difíciles. Su constante espíritu de trabajo fue poco a poco minando sus energías pues bien se le veía taponando entradas de agua como organizando cadenas humanas para achique de las cámaras de calderas o llevando personalmente sacos de aceite para colgar de la borda tratando de reducir la potencia de los golpes de mar. Su mayor preocupación fue el buen estado y trincado de los botes salvavidas y se le vio varias veces exponer su vida para proteger y trincar el bote a motor, conocedor de la enorme importancia que podría llegar a tener, e incluso luchó lo indecible por recuperarlo cuando la mar lo inutilizó momentos antes del hundimiento del buque. Una vez en el agua mantuvo su preocupación por mantener a la gente unida y despierta. Con gran esfuerzo logró hacer firme una falsa amarra a la balsa que permitió a muchos pasar ganar las escalas. Este gesto sin duda salvó muchas vidas, pero el perdió la propia por agotamiento a poco de subir a bordo del Podestá.

El Mecánico segundo, don Pedro Muñoz García tuvo también un comportamiento destacado, pues más allá de sus funciones de mecánico, dejó buena parte de sus energías haciendo las faenas de fogonero al tratar de levantar presión de calderas. Otro mecánico, el cabo José Díaz, puso en constante peligro su vida entregándose durante muchas horas a llenar y mantener los sacos de aceite que colgaban de la borda. En más de una ocasión salvó milagrosamente la vida
cuando olas descomunales barrían violentamente la cubierta.

El marinero especialista maniobra José Corona también se distinguió muy honrosamente. Durante más de diez horas se mantuvo desempeñando su trabajo de timonel sin un solo gesto de cansancio mientras luchaba con las olas que trataban de atravesar el barco a la mar. En los pocos momentos en que fue relevado de su duro trabajo, se unió espontáneamente al personal que trabajaba en cubierta en durísimas condiciones. Probablemente murió ahogado a consecuencia del frío, del cansancio o de ambas cosas. Su cuerpo jamás apareció.

Hubo también un héroe anónimo. Después del desastre y como si la memoria quisiera dejar ese puesto vacante a cualquiera, nadie fue capaz de recordar la identidad de un marinero que en el momento de recuperar al grupo de naufragos de la balsa descendió por una de las escalas del Podestá ayudando a recoger y a subir al personal que a duras penas se mantenía en el agua. En su informe el comandante hace también mención especial de otros hombres cuyo trabajo en silencio y en condiciones durísimas ayudaron a prolongar la vida del buque en unos casos y la de sus tripulantes en otros, se trata del torpedista don Manuel Martínez Lanceta, del sargento fogonero don Manuel García Moreno o del Cabo Manuel Castillo. El comandante concluye su informe lamentando no poder dar más nombres concretos ya que debido al cansancio había olvidado muchos detalles de la pérdida del barco. Destacaba la actuación en general de todos los miembros de la dotación y se lamentaba también de la tremenda desproporción entre el temporal y las modestas condiciones marineras de su barco, además de la pobre calidad del carbón que debía alimentar sus calderas. El comandante cita precisamente la mala calidad del carbón como causa principal del hundimiento del barco, sin menospreciar otras como la deficiente estanqueidad en escotillas, puertas y tapas de carboneras, la falta de válvulas de cierre en atmosféricos o la escasez y mala disposición de falucheras de desagüe. Sin estos defectos y aún con ellos, si el carbón hubiera sido capaz de proporcionar la necesaria propulsión, el barco no se hubiera perdido, pues su estabilidad era buena, ya que aguantó y recuperó durante horas balances de más de 50º, y su construcción sólida, como demuestra el hecho de haber aguantado la dureza del temporal sin perder un solo remache.

La pérdida de buena parte de la dotación debe achacarse en partes iguales al deficiente calzado de los botes, que no resultaron lo suficientemente sólidos para la dureza del temporal, el mal estado de los chalecos salvavidas, que muchos hombres debieron ajustarse con rebenques y cables de fortuna por faltarles a muchos de ellos las cintas de amarre y, sobre todo, al agotamiento, pues la mayoría llegaron al agua extenuados por el esfuerzo hecho durante el temporal. De estas, las dos primeras causas pueden y deben achacarse a la falta de lo que hoy llamaríamos una SEGOP adecuada.

Los siete cadáveres recogidos por el destructor Císcar estaban sin chaleco, sabiéndose fehacientemente que los fallecidos lo llevaban al abandonar el buque. Al parecer, al faltar las fuerzas, los infortunados náufragos levantaban los brazos debido al diseño del propio salvavidas escurriéndose y dejando escapar el chaleco por la cabeza. En cuanto a la falta de energías de los náufragos, es cierto que llegaron al agua sin apenas fuerzas por habérseles exigido un esfuerzo descomunal mientras duró el temporal, lo que se entiende como deber de todo comandante en su objetivo de intentar salvar el barco.

Durante unos días la prensa nacional y local se refirió al hundimiento del Guadalete y a la pérdida de 34 de sus hombres con grandes muestras de condolencia y exaltación de las gestas heroicas que aquella jornada se vivieron en aquellas agitadas y frías aguas, pero no hubo de transcurrir mucho tiempo para que la tragedia quedase en el olvido, se vivían tiempos de esperanza, los acontecimientos parecían querer dar un cambio en la vida de los españoles y, en concreto la llegada del Semíramis a Barcelona pocos días después de la desgraciada desaparición del dragaminas, acapararon la atención de la prensa nacional relegando al ignominioso olvido la desventura del barco y de tantos de sus hombres.

La Armada, lo mismo que la ciudad de San Fernando, si reconoció y, al menos durante algún tiempo, mantuvo viva la memoria de la desaparición del Guadalete y de 34 de sus tripulantes, así como de los rasgos épicos de que hizo gala su dotación. El propio Ministro de Marina, Almirante Salvador Moreno Fernández, antes de presidir los funerales en San Fernando, visitó uno por uno a los supervivientes, lo mismo que a las familias de fallecidos y desaparecidos, antes incluso de interesarse por el estado de su propio hijo, el segundo del Guadalete.

El viejo adagio de que el tiempo lo borra todo cobra una especial dimensión en el desafortunado caso del Guadalete. Sin referencias en la RGM y desaparecida la memoria escrita con el incendio que asoló los archivos de la Armada en la Zona Marítima del Estrecho en los años 70, no queda más que el recuerdo borroso en la mente de los supervivientes de la tragedia que han sobrevivido al paso de los tiempos, y una oscura y gastada inscripción en el cementerio de la ciudad que les dio el adiós postrero. Incluso en el libro Buques de Guerra Españoles 1885-1971, de Aguilera y Elías, se cita de pasada el hundimiento del buque que “se saldó sin víctimas” (sic). Después de todo así es el destino de los verdaderos héroes y los 34 muertos y desaparecidos del Guadalete lo fueron con todas sus consecuencias. Que descansen en paz.

 

Conclusión.
A las diez de la noche del 24 de marzo de 1954 el dragaminas Guadalete iniciaba su última singladura que habría de finalizar veinte horas después con su trágico hundimiento unas 18 millas a levante de Punta Almina. Ocho de sus tripulantes fallecieron ahogados o literalmente extenuados por el gran esfuerzo contra un durísimo temporal, otros 26 desaparecieron y probablemente murieron ahogados víctimas del mismo esfuerzo. Las razones del hundimiento deben
repartirse entre el temporal, excesivo para un barco de tan escaso tonelaje, sus defectos de fabricación y la escasa sensibilidad de la época en materia de seguridad. Antes, durante y después de su hundimiento, se vivieron a bordo y en la mar escenas tan dramáticas como gloriosas. Supervivientes, fallecidos y desaparecidos dieron una lección de profesionalidad tratando primero de salvar el barco y una vez perdida toda posibilidad de mantenerlo flote, dieron también un generoso ejemplo de altruismo al enfrentarse, en unos casos a la muerte y en otros a la difícil supervivencia, sin perder de vista en ningún momento los compromisos de compañerismo, lealtad y abnegación que han adornado desde siempre a los marinos españoles.

El atardecer del 25 de marzo de 1954, las aguas del mediterráneo español fueron testigo silencioso de una brillantísima página escrita por 78 hombres valientes, 78 marinos ilustres de los que 34 perdieron la vida en circunstancias tan trágicas como heroicas. Sirvan estas líneas como el beso agradecido que, cincuenta años después, depositamos en sus frentes doloridas los marinos de hoy, los que gozamos de una Armada levantada a golpe de sacrificio de tantas vidas humanas perdidas en el difícil arte de vivir y morir en la mar.

“La mar es el sudario más noble
para un marinero valiente.
El olvido su más triste epitafio”


* Un relato de Luis Mollá Ayuso

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